Arena Roja: Infierno Azul
Por: Dirk Kelly
Capítulo 10
Domingo 7 de abril de 2024
Prescott, Arizona – 7:05 a. m.
Cristabelle Leclair se ponía su gloss de vainilla frente al espejo del hotel boutique Velvet Magnolia. El sol apenas empezaba a romper la neblina entre los edificios antiguos de Prescott. Llevaba una chaqueta rosa claro con estoperoles, pantalones cargo blancos y sus Converse personalizadas con calcomanías de películas de los 90.
Al salir, le pidió a la recepcionista que le llamara a un taxi para ir por su Mini Cooper, que había dejado la noche anterior en la carretera. Mientras tanto, sacó de su bolsa un pequeño diario forrado en lentejuelas y escribió:
> “Nota para mí: no volver a tocar ninguna cabaña con nombre de asesinos o directores de películas de terror. También: encontrar una forma de bloquear duplicados versión low-cost de mi cara. PS: La cabaña esa en Hollow Creek, ni de chiste la vuelvo a mirar.”
Ya rumbo, en su auto, el camino hacia la costa se sentía más largo que antes. Todo parecía más silencioso. Más... expectante. Mientras manejaba, pensó en Ramona. En Colt. En La Sirena y El Diablo. En Infierno Azul. Y aunque el aire costero aún estaba a kilómetros, algo en su pecho le dijo que iba de regreso directo hacia otro epicentro de lo inexplicable.
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Motel Infierno Azul – Media mañana
Después de varios días casi desiertos, el motel había vuelto a respirar.
Una familia viajera había llegado en una van cargada de tablas, hieleras y niños demasiado curiosos. Dos parejas jóvenes, mochilas al hombro y piel tostada por el sol, se registraban preguntando por habitaciones con vista al mar. El murmullo humano volvía a llenar los pasillos, y Ramona agradeció esa normalidad frágil como quien sostiene un vaso lleno hasta el borde.
Caminaba entre los cuartos exteriores con un vestido largo de lino azul, gafas retro y un cóctel de hibisco en la mano. Colt Mercer, camiseta blanca, jeans gastados y una calma fingida, la seguía cargando una hielera.
—Si todo sale bien —dijo él—, mañana mismo regresamos a La Sirena y El Diablo. Con Cristabelle. Sin desvíos raros. Sin faros. Sin… ya sabes.
Ramona no respondió de inmediato. Observó a los nuevos huéspedes, las risas, los pasos despreocupados.
—Ojalá nada los espante —murmuró—. Bastante vacío estuvo esto. No quiero que Infierno Azul vuelva a sentirse… observado.
Colt encendió un cigarro.
—Mientras el circo demoníaco esté en el faro y en la cabaña del faro, no aquí, estamos bien.
No dijeron el nombre, pero ambos pensaron lo mismo: Dirk Callahan.
El Mini Cooper de Cristabelle apareció entonces levantando polvo. Frenó con torpeza frente al lobby. Ella bajó con sus gafas negras, labios fucsia y el cansancio disfrazado de ironía.
—Traigo historias malas —anunció—. Duplicados, intuiciones asquerosamente precisas y una cabaña que no quería que me fuera… pero me fui.
Ramona la abrazó. Colt resopló.
—Genial. Justo lo que necesitábamos para volver a casa en paz.
—Nos vamos juntos —dijo Ramona—. Regresamos a La Sirena y El Diablo. Esto ya no es lugar para improvisar.
Cristabelle asintió.
—Perfecto. Pero primero… una limonada. Y luego hablamos de lo que no vi… y de lo que sí.
Mientras tanto…
El faro del lugar siempre rústico pero imponente. La cabaña del faro también.
Allí no llegaban turistas.
Dirk Callahan observaba el mar desde una ventana sucia, descalzo, con la camisa abierta. A su alrededor, las réplicas se movían con disciplina imperfecta: copias de gestos, de cuerpos, de intenciones.
Pensó en Indra.
En su intensidad.
En cómo la rabia y el deseo convivían en ella y salian a escena sin pedir permiso.
Pensó en Chloe.
En su piel tibia.
En su forma de mirar como si el mundo fuera una tentación constante. En su dulzura.
Sonrió.
No con prisa.
No con odio.
Con placer.
Infierno Azul empezaba a llenarse un poco otra vez.
Y él aún tenía tiempo.
Continuará...

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