Eros.
Por: Dirk Kelly
Capítulo II: Sábado de Arena Roja y Deseo Maldito
Ernest despertó en su apartamento. El sudor le corría por el pecho, y tenía la sensación de haber sido tocado por algo que no tenía manos. Los espejos del dormitorio estaban empañados, pero en el del baño lo esperaba Adrian YZ, hermoso, joven, con los ojos sangrando lágrimas negras. No movió los labios, pero Ernest escuchó la voz.
> “Ven al faro. La playa de arena roja te espera. Dirk Callahan quiere verte.”
No lo pensó. Se vistió apenas con un jean y una camiseta rota, tomó su motocicleta, y condujo por la Ruta 85. Ajo estaba vacío. Literalmente. Ni autos, ni voces, ni perros. Solo escaparates iluminados que mostraban escenas imposibles: en una tienda cerrada, Chloe Y y Dirk X fornicaban en una posición digna del Kamasutra sobre una mesa de maniquíes. En otra, Ernest se veía a sí mismo, su cuerpo manoseado, besado, lengueteado por duplicados, Doppelghangers de él mismo que lo succionaban con placer hasta el clímax.
Un buen rato después... Llegó al motel La Sirena y El Diablo. Allí lo recibió Antonio, el encargado, los dueños, Ramona y Colt andaban de viaje en un lugar cercano... Antonio, un hombre curtido, torso tatuado con símbolos que Ernest reconoció de bandas de Heavy Metal. Su voz era grave, casi de ultratumba.
-Lo siento. No hay vacantes. Está lleno. Demasiado lleno- dijo Antonio en un tono frío pero intenso.
Detrás de él, Ernest vio las sombras duplicadas, cuerpos hermosos pero condenados, todos atrapados en los espejos del vestíbulo. El faro, a lo lejos, brillaba con una luz carmesí.
Avanzó hacia la playa. La arena ardía como si hubiera sido regada con brasas, pero no era calor solar: era otra cosa. En la cabaña del faro lo esperaba Indra Z, envuelta en un vestido hecho de piel humana y adornos hechos con algas, su mirada al mismo tiempo maternal y monstruosa. Y a su lado, Dirk X y Chloe Y junto con Dirk Callahan, el hombre de los archivos extraños de Grupo Inversiones Cumbre, el padre-hermano, rodeado de duplicados en celo, todos y todas hermosos, todos y todas hambrientos.
Ernest entró sin preguntar. El deseo lo había poseído ya. Los cuerpos lo recibieron como a uno más: lamieron sus musculos, un par de cicatrices, marcaron su piel con uñas, lo ataron a una cama de hierro pintado de blanco que gemía como si también gozara.
El faro no emitió luz esa noche. Emitió gemidos. Gritos ahogados. Risas de espejos que no eran reflejo de nuestra realidad... sino de otra. Y cuando el domingo amaneció, nadie supo qué versión de Ernest había quedado en este mundo. Él mismo o un duplicado.
Continuará...

Comentarios
Publicar un comentario