Arena Roja: Infierno Azul - Capítulo 6.


 

Arena Roja: Infierno Azul

Por: Dirk Kelly


Capítulo 6


  

La arena, bajo el sol del mediodía, parecía una plancha dorada y perfecta.


Una ola más se estrellaba suavemente contra las rocas a unos metros del motel La Sirena y El Diablo, que ahora lucía como una postal vintage de los años 70. La estructura de concreto pastel, con puertas turquesas y camastros rosas, parecía haber sido tocada por una varita mágica. No había rastro de sangre, dobles, sombras ni espejos rotos. Todo era sol, bikinis, trusas y tragos con sombrillitas.


La recepcionista tecleaba en el viejo computador beige mientras hablaba por el intercomunicador:


—Sí, señora Castillo, ya le mandamos los cocos helados. No, no hay necesidad de que baje en bata, aunque si lo hace, ¡mejor! —y soltó una risita musical.


La voz alegre pertenecía a Cristabelle Leclair, sobrina de Ramona, una veinteañera esbelta de curvas suaves, bronceado perfecto y cabello rubio platinado lacio recogido en dos trenzas altas. Llevaba un enterizo de lycra brillante con cortes en la cintura y unas chancletas con plataforma transparentes que hacían *clic-clac* al caminar.


En su muñeca colgaba un montón de pulseras doradas con dijes que tintineaban como campanas de advertencia disfrazadas de moda.


—¿Sabes, Antonio? —le decía al otro empleado, el de de mirada misteriosa, que trapeaba mientras ella pintaba sus uñas con esmalte “rosa apocalipsis”—. Esta playa tiene algo como... no sé... ¿misterioso? Pero sin el drama de un remake de película mala de terror. Aunque si me preguntás, este lugar da “vibes” de que alguien murió aquí de forma horrible. Horrible y sexy, eso sí. Como todo en esta familia.


Antonio, sudando, la miró sin entender. Casi igual como días antes miro a ese hombre atlético y musculoso Ernest salir del faro...


—Cristabelle… ¿segura que no estás viendo demasiadas series en streaming?— dijo Antonio.


Ella le guiñó un ojo.


—No, cariño. Estoy viendo la realidad. Y tú deberías abrir los ojos, porque esa roca —señaló hacia el extremo de la playa— se mueve sola cada noche. Y no soy yo la que anda tomando hongos alucinógenos.


Entonces se interrumpió al ver llegar a un par de turistas en un convertible viejo. Se ajustó las gafas, se enderezó y les lanzó una sonrisa que podría derretir cualquier eco que se le atravesara.


—¡Bienvenidos a La Sirena y El Diablo! Tenemos habitaciones con vista al mar, cócteles con nombres sucios y sueños tan dulces que te vas a querer quedar dormido para siempre. Literal.


Los turistas se rieron. Ella les entregó unas llaves con dije de pez dorado y les señaló la piscina.


Pero entonces... una brisa helada atravesó el patio del motel.


Cristabelle se detuvo. Miró más allá de las rocas, donde empezaba la zona de la autopista...La que iba hacia el bosque del norte... Donde estaba la cabaña original de Dirk... La vieja casa de campo de él.


La brisa traía un olor viejo. A moho. A tierra húmeda que nunca se ha secado. A sangre seca y madera podrida.


—Antonio —dijo con la voz más firme que jamás había usado—. ¿Te fijaste si la cabaña del faro tiene luz?


Él negó.


—Eso está abandonado desde hace años, dicen…—dijo Antonio.


—¿Y quién lo dice?


—Pues… Colt. Y tu tía.


Cristabelle entrecerró los ojos.


—¿Y tú  confiás en que ellos te digan toda la verdad?


Un trueno lejano rugió sin nubes.


Cristabelle tomó un bolso fucsia de charol, metió dentro un pequeño cuchillo de cocina, un espejo de mano, una linterna y un rosario fluorescente.


—Voy a dar una vuelta, Antonio. Si en la noche no regreso, cancela el happy hour. Pero si vuelvo... traeme un Daiquirí.


Antonio tragó saliva.


—¿A dónde vas?


Ella sonrió, sin perder el aire fashionista y juvenil ni un segundo.


—A ver si la playa sigue tan “libre de entidades raras” como todo el mundo anda diciendo.


Cristabelle fue hasta la cabaña del faro. Por fuera, todo aparentaba una normalidad casi burlona: la madera vieja, los vidrios empañados por la brisa salada, las cuerdas y boyas usadas que colgaban como amuletos náuticos. Pero la luz… esa luz no era del faro. Era un resplandor tenue, cálido, como el parpadeo de una vela que no quería ser vista.


Adentro, sin embargo, no se atrevió a entrar. Se quedó en el umbral, con el corazón golpeándole el esternón. Desde ahí alcanzó a ver la mesa rústica y, encima, algo que no debió estar allí: un mapa extendido, impecablemente desplegado, como si alguien lo hubiera colocado hacía apenas unos minutos. Tenía marcas hechas con tinta roja y trazos a lápiz, líneas que serpenteaban desde la costa desértica hasta el norte boscoso, donde las montañas levantaban sombras como cuchillas.


El punto final estaba marcado con un símbolo extraño, una figura que parecía un ojo atravesado por una rama. Y el nombre escrito al margen, con una caligrafía demasiado elegante para ser casual:


“La Cabaña del Bosque del Norte.”


Cristabelle frunció el ceño. Ella conocía ese nombre. Su tía se lo había mencionado años atrás, casi en susurros, asegurando que allí habían intentado pasar una noche durante una tormenta y que algo —una presencia, una sombra, una voz— las había obligado a huir antes del amanecer. Ramona también hablaba de ese sitio cuando tomaba demasiado tequila, diciendo que Colt y ella, antes de ser socios del motel, habían seguido unas viejas rutas de contrabandistas y habían dado con una cabaña,  la misma cabaña, que parecía respirarle al bosque.


Y ahora, ese lugar volvía a aparecer. Perfectamente dibujado. Señalado. Invitando.


Cristabelle dio un paso atrás luego de arrancar el mapa casi con desesperación, como si temiera que una mano invisible se lo arrebatara. Retrocedió hacia la puerta, respirando hondo para no mirar atrás… pero sus ojos cayeron inevitablemente otra vez sobre la mesa.


Había algo más allí.


Un objeto pequeño, metálico, que no recordaba haber visto antes: una cajita ovalada, bruñida, del color del cobre viejo, con un grabado tan fino que parecía hecho por uñas, no por herramientas. La tapa tenía un relieve semejante a un ojo entrecerrado. El mismo símbolo que vio una vez en el cuaderno de su tía —el que hablaba de la cabaña del bosque del norte y de un hombre hermoso y peligroso al que Ramona llamaba “el visitante”.


Cristabelle sintió un impulso absurdo de tocarlo. Un tirón en el estómago. Un cosquilleo bajo la piel, como si el objeto la reconociera.


Pero no cruzó el umbral otra vez.


No iba a hacerlo. No iba a entrar.


Ni al faro.


Ni al reflejo que la esperaba dentro del faro.


El faro... ese lugar del que todos hablaban en susurros, pero del que supuestamente nadie había salido ileso desde hacía años.


Un lugar que, según Ramona, “tiene la mala costumbre de recordar quién entra… y quién se entrega”.


Ni a la cabaña.


Ambos lugares —la humilde cabaña con olor a madera y resina, y el colmillo blanco del faro respirando a su espalda— parecían latir a la vez, pidiéndole que entrara. Exigiéndolo. Y Cristabelle, por primera vez desde niña, sintió un terror tan limpio que hasta el sol del mediodía pareció apagarse un poco.


Si entraba de nuevo, a cualquiera de los dos… no volvería a ser ella.


El viento cambió. La luz también. Algo la llamó.


Y entonces miró el mapa en sus manos.


La ruta hacia la cabaña del bosque del norte no era un simple trazo: tenía marcas que parecían latidos, dibujos que no había visto nunca, notas escritas con una caligrafía que no era de su tía. El papel ardía tibio, como si esperara solo por ella.


Cristabelle tragó saliva.


Un deseo nuevo —crudo, eléctrico, prohibido— le recorrió la columna. Un deseo de ir allí.


Cristabelle jamás se había sentido tan atraída hacia algo en su vida.


Y sin pensarlo dos veces, comenzó a caminar hacia su Mini Cooper, regalo reciente de Ramona.


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En el bosque, más allá de los acantilados...


La cabaña de Dirk Callahan seguía allí. Cubierta por ramas secas, líquenes y recuerdos con dientes. Nadie había entrado desde que el grupo la dejó tras la batalla de Chloe y Adrián contra Dirk para salvar a Indra.


Pero algo sí había quedado. Algo que surgió despues del enfrentamiento.


En el espejo agrietado del baño, dos figuras idénticas a Chloe y Adrián seguían mirándose mutuamente. Se tocaban el rostro como si aún intentaran comprender por qué no eran del todo humanos.


Un tercer reflejo se unió.


Era una réplica de Cassian. Sin cicatrices, pero con los ojos llenos de rabia.


Sus palabras se escucharon en susurros metálicos.


—El faro no los contuvo. Solo los dispersó. Hay otras grietas.


Un golpe sonó en la puerta de la cabaña.


Cristabelle, empapada en sudor por la humedad del bosque, estaba afuera. Sostenía su linterna y la encendía con la otra mano, el cuchillo oculto entre las costuras de su bolso.


—¿Hola? ¿Hay alguien aquí? No vengo a molestar, solo quiero asegurarme de que todo esté bien. Porque en mi familia nada se queda enterrado por mucho tiempo.


Desde dentro, las réplicas sonrieron.


Y el eco del bosque volvió a vibrar.


Continuará...



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