El Verano de los Gatos Rojos - Capítulo 6.


El Verano de los Gatos Rojos.

Por: Dirk Kelly 


Capítulo VI: El Cuarto de los Frascos


Acapulco, Café Flamingo, mediodía.


El ventilador del techo giraba con desgano, empujando el calor y el humo de cigarro hacia los rostros sudorosos. Ximena bebía café negro con hielo y esperaba. Frente a ella, una mujer de unos cincuenta años encendía un cigarrillo con dedos temblorosos. Se llamaba Leonor Vizuet, viuda de un diplomático mexicano.


Leonor había vivido, junto a su esposo ya fallecido, en la mansión de Odín, aquella que se alzaba sobre el acantilado con vista al Pacífico. No era suya, claro. Odín se las había alquilado mediante un contrato formal, válido por un único año. Fue unos años antes de que él partiera a Capri por una temporada, ese verano a finales de los 60 en que conoció a Donatello—“un joven muy inteligente aunque mudo, al que Odín, con notable persuasión, contrató como su asistente personal”.


—¿Dice que fue su casa?


—Sí, solo por un año —afirmó la mujer con la voz quebrada por el tabaco y los recuerdos—. Hace unos pocos años. Mi marido estaba enloquecido con la vista. Yo… con los gatos. Siempre hubo gatos. Pero ahora son distintos, ¿sabe? En esa época, no eran... tantos.


—¿Qué cambió?


Leonor se inclinó.


—El sótano.


—¿Qué hay allí?


—Yo solo bajé una vez. Era oscuro. El aire era raro, como espeso. Olía a sangre y a colonia cara. Había un cuarto con espejos en el techo y una silla de terciopelo rojo. Y algo más… unos estantes, como vitrinas. Vacías, entonces.


Ximena sintió un escalofrío. Apuntó en su libreta.


—¿Usted ha oído de mujeres desaparecidas relacionadas con el señor del Solar?


Leonor la miró en silencio. Luego sacó una fotografía vieja del bolso: una muchacha rubia, de ojos intensos.


—Mi sobrina. Se llamaba Elsa. Alemana. Vino a visitarme despues que dejamos la casa de los gatos rojos. Odín la conoció en una fiesta de Año Nuevo. Nunca volvió a casa. La policía no hizo nada. Porque él… porque era en ese entonces hermosamente poderoso.


Ximena guardó la foto.


—Gracias, señora Vizuet.


—Tenga cuidado, señorita. Ese hombre no besa.

Ese hombre posee.


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Esa noche, la mansión.


El mar rugía como un león herido. Ximena llegó sola, con el rostro tranquilo y el corazón latiendo con rabia contenida. Donatello le abrió la puerta. Esta vez, sin sonrisa. Llevaba una camisa suelta y los ojos húmedos.


—¿Está él?


Donatello asintió. Señaló la escalera.


Ximena lo miró. Su silencio ya no parecía obediencia… sino culpa.


Subió.


Odín la esperaba en el salón de música. Vestía un traje de lino oscuro, sin camisa, con el crucifijo brillando como una amenaza. La radio tocaba “Morir de Amor” con Raphael. Era una trampa envuelta en terciopelo.


—Volviste —dijo, como quien ve llegar un eclipse.


—Sí —respondió ella—. Quiero conocer tu colección... La que mencionasté.


Odín alzó una ceja.


La tensión era un perfume denso en el aire.


—¿Y si no estás preparada?


—Lo estaré.


Él la tomó de la mano. La condujo por el pasillo de espejos. El mármol parecía más frío. La casa más viva. Llegaron a una puerta de hierro. La misma que Sophie no volvió a cruzar.


Odín introdujo una llave dorada.


—Aquí está lo que más amo —dijo con la voz envuelta en emoción—. Lo que no se borra. Lo eterno.


Entraron.


El cuarto era más grande de lo esperado. Estaba iluminado con luces tenues desde abajo. En las paredes, repisas negras sostenían frascos de vidrio grueso, cada uno con una cabeza femenina flotando en formol. Ojos cerrados. Cabellos ondeando como algas tristes. Labios aún con color. Ocho mujeres. Una vitrina vacía al centro. Esperando.


Ximena se detuvo.


No lloró.


No gritó.


Solo dijo:


—Monstruo.


Odín se acercó por detrás. La abrazó. Sus labios contra su nuca.


—No me insultes. Las inmortalicé. Las liberé del tiempo. Todas dijeron que me amaban. Quise guardarlas… para siempre.


Ximena cerró los ojos. Por un instante, quiso dejarse llevar. Ser parte del ritual de asesino en serie al principio y luego matar a Odín.


Pero no.


Se giró. Lo empujó con violencia.


—¡Tú no amas a nadie! ¡Eres un dios falso hecho de miedo y vanidad!


Odín cayó al suelo. La miró, dolido.


Humano por primera vez en mucho tiempo.


—¿Por qué has vuelto, entonces?


—Porque vine a destruirte.


Le apuntó con la navaja que llevaba en el bolso.


Pero no lo apuñaló.


Le cortó el rostro, una línea leve, desde el pómulo al labio.


Odín gritó. Donatello irrumpió en el cuarto.


Pero no fue hacia ella.


Corrió hacia Odín. Lo sostuvo. Lo miró con los ojos llenos de lágrimas.


Y fue entonces que ocurrió.


La puerta del sótano se abrió...


...Los gatos rojizos entraron como un río de fuego y carne.


No maullaban. Rugían.


Ya no eran mascotas. Eran guardianes vengativos.


Olían la sangre.


El miedo.


La traición.


Odín gritó. Quiso correr. Donatello también. Pero los gatos los rodearon.

Ximena quien se escabulló entre los gatos que solo de soslayo la veian salió del cuarto y cerró la puerta desde fuera.


Puso el seguro.


Se quedó quieta, oyendo los gritos de los dos hombres, los maullidos salvajes de los gatos rojizos.


El sonido del juicio final.


Ximena oyó todo.


No lloró.


No rezó.


Solo dijo:


—Gracias, gatos.


Minutos después, todo fue silencio.


---


Ximena bajó la colina en su auto.


El amanecer teñía el cielo de rojo.


En su bolso, llevaba la grabadora encendida.


> “Hoy terminé la historia. La belleza puede matar. El deseo puede devorar. Pero el instinto… el instinto salva. Sobreviví porque no quise fornicarlo. Y porque, al final, los gatos decidieron que era hora de cobrar lo que les debían.”



Continuará...






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