El Verano de los Gatos Rojos - Capítulo 5.



El Verano de los Gatos Rojos.

Por: Dirk Kelly 


Capítulo V: La Cacería.



Hotel Mirador del Sol, madrugada.


La habitación olía a sal, incienso barato y ceniza. La lluvia golpeaba la ventana como una mujer furiosa, y el ventilador giraba lento sobre la cama, moviendo el aire húmedo como una lengua invisible. Ximena se sentó frente a la mesa, descalza, con el vestido rojo aún puesto. Estaba mojada, pero no tenía frío.


Tenía algo más antiguo: intuición.


Encendió su grabadora portátil de cassettes y presionó REC.


> “Día cinco en Acapulco. El hombre que busco no se esconde. Al contrario, se ofrece como un altar. Odín del Solar: millonario, culto, seductor en niveles casi cinematográficos… pero con una grieta. Una sombra. La sombra no está en lo que dice, sino en lo que repite con sus gestos y acciones.”


> “Su casa es demasiado perfecta. Sus gatos no son normales. Y su silencio cuando hablé de las desaparecidas fue una confesión disfrazada de galantería. Este hombre sabe algo. O es algo. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que siento ganas de volver a verlo.”


Apagó la grabadora.


Encendió un cigarro. Se recostó sobre el colchón con el brazo bajo la cabeza. La lluvia había cesado. Afuera, un trueno sonó lejano, como si Acapulco estuviera recordando algo que prefería olvidar.


Miró las fotos Polaroid sobre la mesa.


Una a una.


1. Astrid Löwenstein, 26 años. Alemana. Desaparecida el 20 de junio de 1971. Última vez vista en el club “Bongo Bongo”, al lado de un hombre moreno en camisa blanca.


2. Sophie Delacour, 32. Francesa. Profesora de literatura. Reportada desaparecida por el consulado el 8 de julio. Se alojaba en el mismo hotel que Ximena. La recepcionista recordaba “un helicóptero plateado”.


3. Giulia Monetti, italiana, 22 años.La foto era borrosa, tomada en una fiesta en yate. A su lado, Odín. Sonriendo. Llevando su crucifijo. Exactamente igual a como se veía ahora. Aún no era reportada como desaparecida.


Ximena los contempló como piezas de un altar maldito.


Luego, sacó una hoja doblada de su libreta. Una carta.


Era manuscrita, en tinta azul, con una letra cursiva y apurada.


> “No sé quién es él. Solo sé que mi hermana Ana salió con él una vez. Volvió rara. Nerviosa. Me habló de gatos en el sótano. De una voz que hipnotizaba. Yo no le creí… hasta que no regresó. Te lo ruego. Encuéntralo. Haz que pague. Hazlo con elegancia, como sabes hacerlo. Hazlo por mí.”


Era la carta de Marcela Beltrán, hermana de Ana, una joven mexicana desaparecida dos años atrás. Nadie había hecho ruido. Nadie quiso incomodar a un hombre tan “intocable”. Pero Marcela conocía a Ximena desde la universidad. Sabía que ella no le temía al poder.


Ximena se levantó. Caminó hasta el espejo. Se miró largamente.


Estaba cansada, pero viva.


Hermosa, pero endurecida.


Deseosa… y en guerra consigo misma.


Recordó el beso de Odín. Sus manos. Su voz que se le metía por la piel como un narcótico dulce.


Sintió el ardor en el estómago.


Era deseo.


Y era rabia.


—¿Cuántas son? —susurró al espejo—. ¿Ocho? ¿Diez? ¿Yo la siguiente?


Salió al balcón. Encendió otro cigarro. El cielo estaba despejado. La luna brillaba, redonda como una cabeza sumergida en formol.


Un gato rojo cruzó el callejón abajo.


Se detuvo. La miró hacía arriba.


Maulló, ronco, como un anciano.


Luego desapareció entre las sombras.


Ximena lo entendió como una señal.


A la mañana siguiente, pidió al botones del hotel que le consiguiera un coche. Usó su carnet de periodista de modas para que nadie preguntara demasiado. Llevaba en el bolso su grabadora, su cámara, una linterna, una navaja, y un perfume caro que usaba como amuleto.


Se maquilló sin exagerar. Labios color vino. Párpados brillantes. Puso a sonar en el tocadiscos de la habitación del hotel una canción vieja: “Gracias a la vida” de Violeta Parra.


La dejó sonar mientras se abotonaba la blusa.


Mientras se recogía el cabello.


Y mientras se decía en voz baja:


—Hoy no voy a jugar.


Hoy voy a cazar.


Mientras tanto...


En la mansión, al otro lado del acantilado, Donatello pulía los cristales con esmero.


Odín se afeitaba con una navaja antigua.


Sonreía frente al espejo.


—Hoy vuelve, Donatello…


—¿Quién? —preguntaban sus ojos.


—La mujer que va a destruirme… o a completarme — le respondió Odín.


Y en el sótano, los gatos rojizos dormían amontonados.


Pero uno, el más pequeño, despertó.


Y maulló.


Un maullido largo, dulce pero bajo, que sonó como una advertencia.


Continuará...



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