El Verano de los Gatos Rojos.
Por: Dirk Kelly
Capítulo IV: Romance en el Abismo.
La noche cayó sobre Acapulco con la delicadeza de un perfume caro.
Desde la terraza de la mansión, la bahía parecía un espejo roto donde las luces parpadeaban como joyas nerviosas. El aire olía a gardenias húmedas, a sal y a vino viejo.
Odín del Solar sirvió dos copas de tinto chileno. Lo hizo sin hablar, con movimientos lentos y precisos, como si cada gesto fuera una ofrenda. Vestía un batín de satén negro abierto hasta el pecho, donde brillaba su crucifijo dorado. Estaba bronceado, perfumado, irresistible.
Ximena aceptó la copa con la calma de quien está dentro de la boca del lobo… pero ha estudiado su dentadura.
—¿No brindamos? —preguntó.
—¿Por qué? —dijo él.
—Porque es lo civilizado.
Odín sonrió y alzó la copa.
—Por la belleza que no teme al peligro— dijo él.
—Y por el peligro que se cree bello— dijo ella.
Chocaron las copas. Bebieron.
En la sala principal, Odín puso un vinilo. Comenzó a sonar "Un vestido y un amor” en la versión antigua, con una voz masculina grave, que parecía emanar desde las paredes. La música llenó el espacio como un vapor invisible.
Ximena caminó entre las esculturas y los espejos. Su vestido de seda rojo le caía como una segunda piel. Tenía el cabello suelto, y un leve rubor en las mejillas que no era timidez, sino estrategia. Observaba la casa con ojos que todo lo registraban: las grietas, el polvo, los cuadros que retrataban mujeres muy parecidas entre sí.
Odín se acercó por detrás. Le rozó la espalda con la yema de los dedos.
—Pareces una pintura viviente, Ximena. De esas que hacen que el coleccionista se vuelva loco.
—¿Y tú te has vuelto loco ya?
—No. Pero siento que me acerco.
Ella no se movió. Dejó que él la abrazara por la cintura. Se quedaron así un momento, como dos estatuas en un museo cerrado al público. La música seguía. El vino ardía en las venas.
Él bajó los labios a su cuello. La besó. Ella se dejó hacer. Un momento. Otro.
Y entonces se giró.
Lo miró a los ojos.
—¿Siempre repites este ritual?
Él parpadeó, lento.
—¿A qué te refieres?
—Música suave. Vino tinto. El crucifijo. El perfume exacto. Las mismas frases. La misma voz de terciopelo. Me intriga saber si es espontáneo o si tienes un libreto bajo el batín.
Odín rió. Una risa baja, masculina, peligrosa.
—¿Estás insinuando que soy un personaje?
—No. Estoy afirmando que eres una ejecución artística.
Él se acercó de nuevo. Esta vez más lento, más oscuro. Le tomó la cara entre las manos, con fuerza medida.
—Ximena… todo en esta vida es representación. El arte, el amor, la muerte. Lo único real es el deseo. ¿Y tú me deseas?
Ella lo miró sin parpadear.
—Sí. Pero no hay que confundir deseo con rendición.
La besó.
Un beso profundo, húmedo, largo.
Fue un beso de peligro, de entrega, de trampa.
Ximena lo devolvió con igual intensidad. Lo mordió apenas. Se apretaron. Él la tomó de la cintura, la alzó, la recostó en el diván negro bajo el ventanal. Ella arqueó la espalda, le acarició el pecho, bajó las manos con lentitud… y entonces se detuvo.
—No —susurró ella, respirando agitada.
—¿No? —Odín la miró, confundido.
Ella se incorporó.
—No soy una turista, Odín. No vine a ser parte de tu colección.
—¿Crees que te uso?
—Creo que tienes la necesidad enferma de ser amado por todas, y cuando lo logras, no sabes qué hacer con ese poder. Entonces destruyes.
Odín se puso de pie.
—Tienes una lengua afilada.
—Y tú una mirada que es puro humo.
Silencio.
Donatello apareció en el umbral de la sala. Estaba descalzo, con el torso desnudo y las manos sucias de sangre seca. Sostenía una bandeja con pétalos y trozos de carne cruda que aún quedaban... de Sophie. Odín no lo miró. Solo dijo:
—Baja. Dáselos a los gatos.
Donatello se fue sin hacer ruido.
Ximena lo vio todo.
—¿Cuántos tienes?
—¿Gatos? —dijo Odín.
—Víctimas.
Un relámpago iluminó la sala. La lluvia comenzaba a caer. El mar se agitaba.
Odín se giró hacia ella. Por un segundo, sus ojos dejaron de ser humanos. Se oscurecieron. Como pozos.
—Eres una mujer peligrosa, Ximena.
—¿Por qué?
—Porque no estás dispuesta a amarme.
Ella se acercó. Le rozó el rostro.
—Tal vez sí. Pero nunca antes de conocer al monstruo que habita debajo.
Esa noche, Ximena no se quedó a dormir.
Pidió que la llevaran de vuelta al hotel.
Odín no la detuvo.
La vio alejarse desde el balcón, mientras los relámpagos dibujaban su silueta en la lluvia. Fumó un cigarro. Respiró hondo. Sonrió. Estaba excitado… y confundido. Ella lo sacaba de su libreto. Lo obligaba a improvisar. Y eso lo atraía más que cualquier otra cosa.
En el sótano, los gatos rojizos devoraban en silencio los restos que aun quedaban de Sophie. Uno de ellos, más grande, más viejo, dejó de comer y se quedó mirando hacia arriba, como si supiera que algo, en esa noche húmeda, había cambiado para siempre.
Continuará...

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