El Verano de los Gatos Rojos - Capítulo 3.



El Verano de los Gatos Rojos.

Por: Dirk Kelly 


Capítulo III: El Silencio de Donatello


Capri, Italia. Verano de 1966.


Donatello lo recordaba como si fuera una escena de cine.


No había sonido, solo el temblor del cuerpo y los ojos de Odín reflejados en la copa de grappa.


Tenía dieciocho años, mudo de nacimiento, y trabajaba como camarero en una trattoria frente al mar. Hacía calor y todo olía a sal, limón y sudor limpio. Era un joven hermoso. Su piel tostada, su cuerpo joven, fuerte, musculoso aunque esbelto como tallado por un escultor napolitano. Y sin embargo, nadie lo veía. No hablaba. No pedía. Solo obedecía.


Hasta que él llegó.


Odín del Solar, con su camisa azul marino abierta hasta la mitad del pecho, un crucifijo de oro descansando sobre la piel trigueña, y un cigarro encendido como si nunca se apagara. Tenía veintinueve años. Su italiano era imperfecto, pero lo hablaba como si las palabras fueran caricias. Estaba de paso, pero se quedó una semana entera en el pueblo, solo por mirar a Donatello. No lo dijo. No lo necesitó.


Una noche, cuando cerraban, lo esperó en el muelle. No habló. Solo le ofreció un trago y puso un pequeño radio portátil que traía colgado al cinturón. De él salió una canción: "Io che amo solo te". La voz de Sergio Endrigo flotó entre ellos como una promesa rota.


Odín se acercó.


Le tocó el rostro con ternura peligrosa.


Lo besó, lento, primero en la mejilla como si le enseñara a hablar con la boca. Luego rozo sus labios en un cálido beso a pesar del frío calculo previo de Odín.


Donatello nunca había sentido nada igual. ¿Era amor o era devoción?


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Acapulco, 1971.


Cinco años después, Donatello aún vivía en su sombra. No hablaba. No preguntaba. Sólo lo seguía como un perro fiel, como un sirviente, como algo entre amante callado y hermano esclavizado. Lo cuidaba. Lo vestía. Lavaba sus sábanas manchadas de sangre y placer. Alimentaba a los gatos rojizos del sótano, que se multiplicaban en silencio como si la carne que comían los hiciera eternos.


Donatello no temía a los gatos.


Temía el día en que Odín dejara de mirarlo.


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Esa mañana, Ximena llegó a la mansión.


Vestía con la sobriedad elegante de las mujeres modernas de la Ciudad de México: pantalón acampanado color vino, cinturón de cuero con hebilla dorada, blusa blanca de mangas amplias recogidas en el codo, y un pañuelo de seda amarrado al cuello. Su maquillaje era tenue. Rímel oscuro, labios color canela. El cabello recogido en una coleta baja. Elegancia sin ostentación. Belleza natural, sin necesidad de escote ni artificio. Auténtica.


Odín la esperaba en la terraza, vestido como un dios pagano tropical: camisa de lino beige abierta, pantalón blanco y sandalias italianas. Llevaba un cigarro encendido y dos copas de jugo de guayaba fresco. A su lado, una radio portátil tocaba suavemente la voz de Jeanette cantando “Soy rebelde”.


—Pensé que no vendrías, Ximena —dijo él, levantando la copa como si bendijera el día.


Ella se detuvo frente a él, sin sonreír.


—Estoy aquí por mi trabajo, señor del Solar.


—Llama a eso como quieras. Yo estoy aquí por el placer de verte.


Caminaron por la casa. El mármol relucía como si alguien lo hubiera lustrado con fuego. Esculturas de cuerpos desnudos decoraban los pasillos. Óleos enormes mostraban escenas mitológicas con tintes orgiásticos, y en el fondo, un piano negro reposaba bajo una lámpara de cristal que parecía un racimo de lágrimas.


—No tienes sirvientes —comentó ella.


—No los necesito. Tengo a Donatello —respondió él, señalando con la cabeza al joven que los observaba desde un balcón en sombra. Llevaba el torso desnudo y la mirada baja. Parecía una estatua de bronce viviente.


—¿Es mudo?


—Sí. Pero me entiende mejor que nadie.


Ximena sintió un escalofrío. En el silencio absoluto de la casa, el maullido lejano de un gato se coló como un suspiro.


—¿Tienes gatos?


—Muchos —dijo él, sonriendo con ternura—. Son mi pequeña familia… roja y hambrienta.


Momentos después le mostró la biblioteca, donde los libros olían a cuero y a secretos. Le recitó versos de Sabines y de Pavese. Le habló de la muerte como si fuera una mujer exótica, deseosa de ser comprendida.


—¿Te asusta la muerte, Ximena?


—No me asusta. Me intriga.


—¿Y el amor?


—Eso sí me da miedo. Es más difícil escapar.


Odín se acercó, lento, como si flotara.


Le tomó el rostro con una mano firme.


—¿Puedo besarte?


Ximena lo miró largo, muy largo.


—Todavía no.


Se apartó. Él no insistió. Solo sonrió. Una sonrisa tan peligrosa como un abismo oculto bajo una alfombra persa.


Desde el balcón, Donatello los observaba.


Sintió un pinchazo en el estómago. No era celos, exactamente. Era un presagio. Algo en esa mujer… no era como las otras. Ella no se derretía por Odín. No caía. Y los miraba como si ya supiera algo.


Y los gatos rojizos, encerrados en la parte más baja de la mansión, comenzaban a arañar la puerta de metal del  sótano con insistencia.


Su hambre no era solo física.


Era memoria.


Y también ansias de venganza.



Continuará...






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