El Verano de los Gatos Rojos - Capítulo 2.

      


El Verano de los Gatos Rojos.

Por: Dirk Kelly 


Capítulo II: Las Rosas de Formol.


Acapulco, dos días después.


Ximena bajó del autobús con paso firme y mirada cansada. El calor la golpeó como una bofetada de amante impaciente. El aire era una mezcla densa de sal marina, gasolina y fruta podrida. Se ajustó las gafas oscuras y cargó su maleta pequeña por la calle empedrada que bajaba hacia el malecón. Vestía un pantalón acampanado de lino claro, sandalias de cuero, y una blusa de algodón ceñida que dejaba su cuello desnudo. El cabello, recogido en un moño alto, brillaba como obsidiana pulida bajo el sol.


A los veintinueve años, Ximena Téllez  tenía la piel de alguien que había aprendido a resistir los embates del mundo con elegancia. Reportera cultural, crítica de arte y ocasional escritora de crónicas rojas bajo seudónimo. Venía de Ciudad de México a buscar lo que nadie se atrevía a nombrar en voz alta: una historia enterrada entre rumores, desapariciones y cadáveres invisibles.


—No me digas que otra se esfumó —dijo al teléfono, marcando desde una caseta oxidada frente al mar—. ¿Y tampoco dejaron rastro? ¿Nada en Interpol?


Silencio. El operador del diario Alarma mascullaba al otro lado.


—Sí. Voy a buscarlo. No, no al asesino… Al patrón de desapariciones.


Colgó, encendió un cigarro, y caminó hacia el hotel. En su bolso llevaba una Polaroid, una grabadora de cassette y la carta de una madre alemana que buscaba a su hija desaparecida tras una velada con un hombre “hermoso como un ángel tropical”. La mujer se llamaba Astrid Löwenstein. Nadie volvió a verla desde que subió a un helicóptero plateado.


Esa noche, Acapulco era un festival de luces y carnes bronceadas. En el lobby del hotel El Mirador del Sol, hombres con cadenas de oro y mujeres con piernas largas bailaban al ritmo de “Viva la Felicità” de Nicola Di Bari. Ximena pidió un whisky en las rocas y se sentó a observar.


Y entonces, él entró.


Odín del Solar.


Camisa de seda color coral. Pantalón blanco. Piel morena con ese tono que sólo da el dinero, no el sol. Su cabello era negro y rebelde, como si hubiese sido peinado por el viento mismo. Llevaba lentes oscuros incluso de noche. Caminaba con la seguridad de quien nunca ha sido contradicho.


Las mujeres giraban la cabeza al verlo. Los hombres también.


Él no las miraba. Solo se detuvo cuando la vio a ella.


—No me diga que es periodista —dijo con una sonrisa que cortaba el aire.


Ximena lo miró sin apuro.


—No me diga que lo adivinó —respondió.


—Lo huelo. Los periodistas siempre llegan con los zapatos polvosos y los ojos abiertos como si estuvieran entrando a un templo azteca.


Ella sonrió de medio lado.


—Y los millonarios siempre entran como si fueran los sacerdotes del sacrificio.


Se sentaron juntos sin más ceremonia. La conversación fluyó como si ya se conocieran. Él pidió vino tinto. Ella pidió otro whisky. Odín hablaba como quien entona un bolero. Su voz parecía salir de una radio antigua de transistores en una noche sin electricidad.


—¿Y qué busca en Acapulco, señorita…?


—Téllez. Ximena Téllez. Busco una historia.


—Las buenas historias no se buscan, Ximena… te encuentran.


—¿Y usted, qué busca?


—Momentos que no se repitan.


Brindaron. La música cambió a “Sombras nada más” en la voz de Javier Solís.


Ximena sintió un escalofrío.


Después, salieron a caminar por la playa. El mar era una sábana negra que respiraba lento. Odín se quitó los zapatos y caminó descalzo. Su voz hablaba de arte, de ciudades europeas, de mujeres famosas que lo habían amado y abandonado. Era todo real… y también una máscara. Pero una máscara hermosa.


—Tengo una casa en la sierra —dijo, mirando el horizonte—. Desde allí se ven las luces de Acapulco como si fueran luciérnagas drogadas.


—¿Y nadie vive con usted?


—Solo un amigo… muy silencioso.


Ella no respondió. Miró el cielo. La luna parecía una herida abierta.


Esa madrugada, Odín puso música en su coche: “Cucurrucucú Paloma”en la voz de Caetano Veloso. Cantaba en portugués y español. Ximena cerró los ojos. Sintió que esa voz se metía debajo de su piel. Él manejaba con una mano en el volante y la otra rozando su rodilla.


Cuando llegaron al hotel, ella se detuvo antes de salir.


—¿Quién era la rubia con la que te vieron hace dos noches? La francesa.


Odín la miró un instante. Luego, sonrió.


—Un sueño que se desvaneció.


—¿Y todos tus sueños terminan así?


—Solo los que no sé despertar.


Ella bajó del auto.


Él no la siguió.


En su habitación, Ximena abrió su libreta y escribió:


> “Lo conocí esta noche. Tiene la voz de un dios y los ojos de un asesino. Lo que hay detrás no sé aún, pero si hay muerte, será atroz. Y si hay amor, también.”


Encendió un cigarro, lo apagó a medias. Se miró al espejo y se quitó la blusa. No tenía miedo.


Tenía curiosidad.


Y hambre de verdad.


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Esa misma noche, en lo alto del acantilado, Donatello sacaba el frasco de la cabeza de Sophie del congelador.


Los gatos rojizos estaban inquietos. Caminaban en círculos, olfateando el aire. Uno de ellos, el más viejo, arañaba la puerta desde afuera con furia contenida.


Donatello les arrojó un trozo de carne ensangrentada. Un pedazo del antebrazo de Sophie.


Los ojos de los gatos brillaban. Pero no de gratitud.


Sino de inteligencia.


Y rencor.


Continuará...



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