El Verano de los Gatos Rojos.
Por: Dirk Kelly
Capítulo I: El Príncipe del Cielo.
Acapulco, México, julio de 1971.
El sol caía como un cuchillo sobre la bahía, hiriendo el mar con reflejos dorados. Las olas eran como espejos rotos, y en la playa, los cuerpos sudaban con la lentitud erótica de un verano eterno. Hombres en camisas abiertas y mujeres en bikinis franceses sorbían cocteles entre risas en idiomas lejanos. Todo parecía suspendido en una película a color, con música de Sandro en el aire y palmeras agitadas por el deseo.
Arriba, un zumbido distinto rompía la quietud húmeda del mediodía. Un helicóptero plateado, con hélices que cortaban el cielo como cuchillas, volaba bajo, casi con descaro. Dentro de él, sentado como un emperador moderno, iba Odín del Solar, con lentes oscuros estilo aviador, camisa blanca desabotonada hasta el pecho, y un cigarro americano entre los dedos.
La cabina olía a colonia italiana, a cuero caro, y a perfume femenino reciente. A su lado, una copa de cristal aún conservaba restos de champagne y un carmín borrado. Odín observaba las playas con una calma felina, girando suavemente la cabeza como quien contempla un catálogo de arte. Era su pasatiempo favorito.
—¿Ves eso, Donatello? —preguntó, sin esperar respuesta.
A su lado, el joven musculoso de piel bronceada y torso desnudo, apenas asintió con la cabeza. Sus ojos eran dos estanques de obediencia. Mudo desde su nacimiento, Donatello no necesitaba palabras para entender las órdenes de su patrón... Su "amo".
—Esa rubia junto al clavadista… —continuó Odín con su voz profunda, de locutor de medianoche—. Es europea. Mira cómo bebe… como si la vida fuera una copa a punto de derramarse.
El helicóptero descendió apenas unos metros sobre la terraza de un hotel de lujo. La mujer, de unos treinta, cabellos dorados y piel salpicada de sol, miró hacia arriba. Su nombre era Sophie Delacour, una profesora de literatura francesa en vacaciones perpetuas. Su mirada se cruzó con la de Odín, y por un momento, el viento caliente pareció detenerse.
Odín sonrió. Sus dientes eran perfectos, pero su sonrisa tenía algo de catedral gótica.
Esa noche, Sophie aceptó la invitación a cenar.
No fue un “sí”, fue una rendición.
La llevó al Bar Beto’s, un sitio con orquesta en vivo y lámparas rojas como corazones encendidos. Pidieron camarones al mojo de ajo, vino rosado y un postre con mango. Él le recitó un poema de Baudelaire en voz baja, como si le estuviera besando el alma.
—La beauté est le seul mystère que l’on ne peut résoudre —dijo él, tocándole apenas la muñeca.
Ella se rió, nerviosa. El calor del ambiente era líquido. Afuera, los coches brillaban como de sudor y los truenos de una tormenta lejana vibraban como promesa.
—¿Quién eres realmente, Odín? —preguntó ella, como en una canción de Françoise Hardy.
Él apagó su cigarro y respondió sin dudar:
—Soy una voz que flota entre las estaciones. Un hombre que sólo existe mientras una mujer lo escucha.
La llevó a su mansión en las afueras de Acapulco, cerca del acantilado, rodeada de flora tropical. No había vecinos cercanos. Solo mar, cielo, y el rugido nocturno de la naturaleza. La casa parecía sacada de una ópera barroca: columnas negras, ventanales de cristal ahumado, esculturas griegas y cuadros con mujeres desnudas, todas parecidas entre sí.
Sophie nunca había visto tanto arte junto ni tanto silencio.
Los sirvientes no existían, solo Donatello, que abrió la puerta sin mirarla.
—¿Vive aquí solo con él? —preguntó Sophie, mientras Odín le quitaba lentamente la pulsera.
Donatello no respondió. Solo cerró la puerta.
En la habitación principal, con vista al océano, Odín puso un vinilo. La voz grave de Lucho Gatica cantaba “No me platiques más”, y la música se mezclaba con el murmullo de las olas. Sophie bebió otro trago de vino y se desnudó con la lentitud de una ofrenda. Odín se acercó, la acarició como quien toca mármol caliente.
Hicieron el amor con una coreografía antigua, como si sus cuerpos ya se conocieran desde otro siglo. Él susurraba frases en español, inglés y francés. Todo era fuego, aliento, poesía.
Pero después… vino el silencio.
—Quiero mostrarte algo —le dijo, aún desnudo.
Bajaron por un pasillo en penumbra, él completamente desnudo, ella también, cruzando una galería de espejos. Una puerta de hierro se abrió con un chirrido.
El sótano olía a sangre seca, vino y formol.
—No tengas miedo. La muerte, bien mirada, también es hermosa —murmuró él.
Encendió una lámpara. Sophie gritó.
Ocho frascos de cristal, grandes como peceras, reposaban en repisas de madera negra. Dentro, flotaban cabezas de mujeres, con el cabello ondeando lentamente en el líquido. Todas conservaban la expresión del último suspiro. Algunas aún parecían estar vivas.
Sophie cayó de rodillas. Vomitó.
—Te elegí, Sophie… —dijo él, mientras Donatello la sujetaba por detrás—. Porque tú también mereces ser eterna.
Ella gritó. Peleó. Pero fue inútil. La jeringa con sedante se clavó en su cuello como un beso venenoso.
Esa noche, los gatos rojizos del sótano, encerrados tras una puerta de acero, comenzaron a maullar con fuerza.
Los gatos odiaban el olor a formol.
Odiaban el vino.
Y ya no aguantaban el hambre.
Continuará...

enigmática y gótica crónica.. interesante... muchas gracias Dirk, esperaremos la continuación
ResponderEliminarHey, brother! Gracias!
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